Mecanismo de tortura VII: El odio

Para esta tortura, no se requiere hacer nada, el instinto natural de la especie se encargará de todo.
El individuo experimenta la punzada en el estómago que recorre todo el cuerpo como fuego que enciende cada músculo. La energía llega a sus manos, ellas querrán rodear el cuello y estrangular con la fuerza de la impotencia que ahora le hace cerrar el puño y lastimarse con las uñas.
La sensación es inmediata, la pena por compartir la existencia es una muestra inequívoca del odio, se manifiesta en insultos, en palabras altisonantes, en reproches que lastiman, que hieren hasta las lágrimas.
Luego vienen las ganas de golpear con el puño, quizá una pared, una mesa, una silla detendrá el golpe antes de que se atreva a darlo; luego, las ganas de escupirle, de patearlo, de dejarlo sin aliento.
Algunas veces, este particular tipo de odio se manifiesta en los pensamientos acumulándose en un charco hediondo dentro del cerebro; lo alimenta, lo mantiene lleno, nada como conservar mierda en la cabeza.
Las ideas de destrucción se acomodan una a una para ir saliendo según su ferocidad, deseará que desaparezca, que nunca haya existido, le deseará el mal y el sufrimiento. Sentirá una punzada en el pecho, es la necesidad de ver cómo se deshace en sus propios miedos.
Luego, el individuo tendrá ganas de buscar un cuchillo, sabe que no se atrevería pero la idea le pasa por la mente, repasa cada detalle del acto que ahora se impide efectuar, no se escandaliza, se imagina la navaja pasando por el brazo.
Cuando el sujeto cree que todo ha pasado, cuando al fin puede seguir su vida o ha logrado conciliar el sueño, no advierte que toda esa energía acumulada será dosificada en el devenir de los días. La usará en futuras ocasiones como veneno que destruye lenta y sistemáticamente, empeñándose en no dejar rastro del objeto de su odio
Es por ello, que el placer de la autodestrucción resulta una sencilla forma de torturar al individuo, como verán, no hay odio más eficaz que el odio a si mismo.